15 septiembre, 2006

Libertad

Me despierto. Estoy cansado. Tengo el cuerpo hecho polvo. Mis rodillas están entumecidas y rasgadas de arrastrarme por el suelo. Intento levantarme apoyando mis manos, pero el dolor que me producen los cortes en mis palmas me hacen cesar en el intento. Trato de vislumbrar lo que me rodea. No hay ningún sonido, ningún olor. No puedo ver nada. Mis ojos están enrojecidos y cansados por la oscuridad. Distingo en el suelo las huellas de mis pies, provenientes de allí de donde huyo. Me incorporo como esta masa de carne y hueso me permite y comienzo a caminar. Trato de palpar las paredes para intentar adivinar el camino.

De repente me duelen los ojos. Distingo una ligera luz en la lejanía. La locura se apodera de mí. Comienzo a intentar correr con una fuerza que quizá me haga desplomarme al llegar a mi destino. Estaba en lo cierto, era una luz. Nada más alcanzarla lo que estaba detrás de mí se derrumba. Ya no hay vuelta atrás. Cuando mis ojos se acostumbran a la luz logro distinguir el azul del cielo en lo alto del agujero. Una suave brisa llena mis pulmones, cansados del viciado aire que respiro aquí abajo. No puedo creerlo. He encontrado una salida. Una lágrima se escurre por mi mejilla.

Creo escuchar algo, parecen voces. De repente los veo. Observo una sonrisa en sus caras. Comienzan a llenar el agujero. La tierra me golpea el cuerpo. Intento, con la esperanza de un tonto, gritar pidiendo ayuda. La tierra se mete por mi garganta y me impide respirar. Trato de aferrarme a las paredes, pero mis manos no soportan el peso de este cuerpo. La tierra comienza a cubrirme. No hay escapatoria. Otra lágrima se escurre por mi mejilla. Por fin soy libre...

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