26 septiembre, 2006

Valiente cobarde

Jugueteaba con la moneda entre los dedos de mi mano. Trataba de tomar una decisión, pero mi cabeza estaba en otra parte, y mi mente no era capaz de alcanzarla. El tiempo corría en mi contra. No recordaba cuanto tiempo había estado pensando. El reloj marcaba las 18:55. No podía esperar más. Pero no podía hacerlo. Caminaba nervioso a un lado y a otro de la habitación. Sólo se escuchaban mis pasos y el mundano ruido exterior. La luz molestaba mis ojos cansados y el sudor estaba empezando a traspasar la ropa.

Me senté y tapé mi cara con ambas manos. Necesitaba concentrarme. Empapé mi cabeza y mi pelo con agua fría, aunque quizá no debía haberlo hecho por la sensación de mareo a la que tuve que acostumbrarme después. Maldita sea, no podía esperar más. La moneda decidiría por mí. Si salía bien podría sentirme afortunado por una vez en la vida. Si no era así tendría algo a lo que echarle la culpa.

La coloqué en el pulgar preparándola para lanzarla. No podía hacerlo. La presión que caería sobre mis hombros si no tomaba la decisión correcta sería tan grande que quizá lograse romperme aún más en pedazos, y sabía que no era divertido recogerlos. Pero ya era tarde, y mi cuerpo estaba derrotado, al igual que mi mente.

La lancé. Por unos segundos que parecieron eternos permaneció en el aire girando, al mismo tiempo que mis tripas se encogían y retorcían por la tensión soportada. Finalmente cayó. Me senté en el suelo mientras la observaba desde la lejanía. La decisión estaba tomada. Pero estaba tan asustado como un niño en la oscuridad que me inundaba. Echándole el poco valor que me quedaba la sujeté con firmeza al tiempo que miraba que había salido cruz.

Debía hacer una llamada tan pronto como me fuese posible. Bebí un trago de agua antes de encaminarme a marcar el número. Joder, contesta. Por fin escuché la voz al otro lado del teléfono. En ese momento me costó reaccionar, tanto que la oyente casi cuelga el teléfono. Pero finalmente con la débil voz que me quedaba le dije: "Hazlo". Por unos segundos la voz que se encontraba al otro lado no contestó. Suspiró de una manera que se me antojaba desalentadora y me dijo: "Lo siento, ya es demasiado tarde" y colgó sin darme tiempo a reaccionar. En ese momento distinguía la línea de la locura delante de mí. Pero no me atreví a cruzarla. Ya nada importaba, y ni siquiera tenía sentido volverme loco, porque ya no tenía sentido continuar.

Perdóname *******. Era demasiado tarde.

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